Poesía del nuevo mundo: Del sentido del diálogo entre el...
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Antonio Cillóniz de la Guerra no necesita presentación. Y si por esas raras veleidades del destino la necesitara no sería precisamente por demérito propio sino por ignorancia ajena. O, lo que es peor, por insidias de cobardes o recelos de envidiosos, que haberlos haylos (y haylas también) en este mundo tan asilvestrado y ruin de la literatura. Aunque ella, la Literatura con mayúscula, no tenga la culpa de tal desatino sino de los mercachifles que la traen, la llevan y la zarandean de acá para allá como a un conejo por un errado rastrojo. Y afirmo esto último con todo el debido respeto a estos mamíferos valientes y esforzados a los que de continuo se denigra con esta y otras expresiones del peor jaez cinegético, metonímico y, en su defecto, mojigato. Ya digo. Así pues, si alguien a estas alturas no estuviera lo suficientemente avisado, pondré aquí por escrito que Antonio es autor de una dilatadísima obra literaria (poesía, ensayo, narrativa…) con la que, en el transcurso de los años, ha obtenido premios que son tan prestigiosos como para no citarlos aquí y ello con la piadosa finalidad de no pretender herir ciertas sensibilidades de las de andar por la cocina de las componendas. Aunque no me puedo resistir (pues lo contrario no sería justo) a dejar constancia del hecho de que en el mes noviembre de 2019 se le ha concedido el Premio Nacional de Literatura de Perú, que es como un equivalente a nuestro Premio Cervantes, sí.
Pero vayamos al grano. Y el grano, ahora, no es otro que su última obra, Versión del otorongo, este poemario que tenemos entre nuestras manos y que hemos de aferrar con todas nuestras fuerzas para que sus versos no se desmanden de entre sus páginas y vayan a clavársenos en la conciencia, esa blanca paloma que desde un arriba inconcebible nos protege de las asechanzas de la realidad y sus miserias, a nosotros que vivimos instalados en una urna de cristal a donde no llegan ni el CO2 de nuestras contradicciones ni el ozono envenenado del infortunio de los otros. Ya lo dejó caer Sartre (Partre para Vian) en A puerta cerrada: “El infierno son los otros”. Pero “los otros” somos nosotros también. Por mucho que intentemos negarlo, por más que pretendamos evitarlo, “los otros” habitan en nuestros adentros con la constancia y firmeza del río que araña la tierra y la convierte en cauce, en surco imparable de vida congregada en infinitas gotas, tan idénticas todas ellas como distintas en su diversidad si la iniquidad, la injusticia o la locura del ser no las disgrega.
¿Qué es el “otorongo”?, te llevas preguntando un tiempo, paciente lector de estas latitudes transoceánicas. (No preguntes a Wikipedia. Yo te respondo.) El otorongo es el más potente y vigoroso felino de América del Sur, un jaguar que tiene en el Perú su hábitat más importante. Un modelo de perfección de eso que hasta hace un cierto tiempo tenía por nombre “Naturaleza”. El otorongo, pues, es símbolo de independencia, rebeldía y libertad.
Y en el libro, el otorongo (Antonio) hace suya la palabra poética para lanzarnos directamente a la cara su versión de los hechos, es decir, su versión de lo que verdaderamente es y pasa, de lo que indefectiblemente fue y ahora en consecuencia ocurre y en absoluto nos puede resultar indiferente. Así pues, el poeta se convierte en trasunto del otorongo (¿o viceversa?), en él se transmuta para entregarle su humana voz, que es, al cabo, la unánime voz de todos los seres justos que habitan el mundo, que son el mundo y que a su vez somos todos nosotros, habitantes en todos y por todos siempre habitados.
En Versión del otorongo los poemas, con una métrica equilibrada, se desprenden de su mera base formal-conceptual y, como frutos maduros de una directa observación y denuncia de este mundo abocado a la devastación por causa de nuestra proverbial locura, caen, sí, (no, van a estrellarse de cara) directamente al centro de nuestra incoherencia, de nuestros despropósitos, de nuestra codicia y nuestra egolatría y, consecuentemente, de nuestra ruptura total con el sentido de la vida, que no es otro que el de vivirla en sintonía, respeto y libre correspondencia con lo y los demás. Ya desde el comienzo, podríamos decir “in media res”, del libro (como si el libro fuese en definitiva una continuidad de todos los libros anteriores: Victoriosos vencidos, Usina de dolor, Tríptico de Las furias…), los poemas (desnudos, sin título, salvo unos pocos, 17, 19, 22 y 42; tan sólo numerados del 1 al 44) se suceden fundamentalmente en la forma de una reflexión en primera persona sobre asuntos, planos y perspectivas que se nos podrían antojar de variado signo pero que, sin embargo, son confluyentes en una idea central, sin duda concretada en la cita del principio, y que viene a revelarnos que el verdadero dios existente sale de nosotros para situarse fuera de nuestro imaginario cobarde, y no hablo precisamente de ese falso dios que se camufla en el caballo de Troya de la mentira, el envanecimiento, la cobardía y la traición sino del que, sin artilugios, es decir, a cuerpo descubierto, se enfrenta a la realidad con las armas de la palabra y el espíritu de la insurrección para desmantelarla y transformarla en sustancia de igualdad mediante el conocimiento del ser y, como añadiría un tal Ortega, sus circunstancias.
Transitamos, entonces, por el libro y en cada verso, en cada poema, se abre una puerta que nos conduce (no podría ser de otra forma) a lo más profundo del alma del poeta, a ese territorio, que no por íntimo es menos universal, en el que los sentimientos, la rabia, las emociones encontradas derivan hacia un irrenunciable compromiso con la vida y la justicia, un compromiso que lo proyecta hacia un afuera para así convertirlo en parte inseparable de su persona, ese yo (nuestro) que nos habla directamente y nos dice que Perú, el mundo, no es que esté ni bien ni mal hecho (el mundo, Perú, no es ni ha sido nunca un beato sillón) sino que en su permanente cambio, en su imparable metamorfosis (de asno a bruto y a olmo) el ser humano lo ultraja, lo emporca con sus asesinatos, robos, guerras y violaciones, en un contínuum incesante de despropósitos y degradación. De ahí que, frente a personajes tan ominosos como Alberto Fujimori, Alejandro Toledo, Alan García, Ollanda Humala y Pedro Pablo Kuczynski, esas aguas turbulentas que salen del Palacio Presidencial y enlodan la historia más reciente de Perú, él invoque imperiosamente el regreso de aquellos poetas, guerrilleros y revolucionarios que con su acción directa, su vida y su compromiso con los más desvalidos confirieron dignidad y decencia a la palabra convertida en un arma idónea para matar fascistas, como la guitarra de Woody Guhtrie. Hablo (habla Antonio) de Manuel González Prada y su discurso de las rebeldías ante la opresión; de José Carlos Mariátegui, marxista radical; de José María Arguedas, el autor de Los ríos profundos; de César Vallejo y, por ejemplo, su drama La piedra cansada; y también hablo de Javier Luis Heraud Pérez Tellería, poeta, profesor y guerrillero; y de Mariano Lorenzo Melgar Valdivieso, poeta y revolucionario independentista peruano; y, cómo no, de Túpac Amaru, el caudillo indígena que en el siglo XVIII encabezó la “Gran rebelión” anticolonial.
Leemos el libro y uno tras otro los poemas relampaguean ante nuestra mirada con el ímpetu de su sencillez expresiva, sin alharacas pseudolíricas ni amaneramientos melodramáticos. Versión del otorongo es, pues, un poemario en el que el yo poético no se condensa ni concentra en el imaginario exclusivo y excluyente del poeta; no, todo lo contrario, el libro sortea y vence interioridades y ensimismamientos solipsistas, entre otras razones porque Antonio Cillóniz no es de esos poetas que, como diría la canción, “van de esquina en esquina / vorviendo atrás la cabesa”, sino todo lo contrario, es decir, Antonio mira de frente a la realidad y la despoja de líricas inanidades para enfrentarla al complaciente lector como prueba incontestable de que todo vuelve una y otra vez sobre sí en un bucle interminable generado por la insania e insensatez del hombre.
Ciertamente nuestros antepasados cavernícolas ya marcaron el rupestre camino que íbamos a seguir: una ingenua concepción de la eternidad concebida como un signo (un bisonte, una mano, una flecha en la piedra, o un corazón y dos nombres en el árbol herido) con un significante que el tiempo acabará borrando y un significado que se vaciará para siempre jamás de sí cuando la mano que tensa el arco que lanza la flecha acabe apretando el fatídico botón de su aniquilamiento total. (¿O es que ya lo ha apretado?)
¡Ay, el tiempo y sus vestigios! Ante las ruinas de Itálica Rodrigo Caro lloraba sus “memorias funerales”. Ante las de Palmira, Petra o bien ante el vacío que en su hueco dejara la voladura por los talibanes de los Budas de Afganistán, Antonio no llora su implacable derrumbe sino que lo certifica como un exponente del “desmoronamiento de los pueblos” que parecen precipitarse en un eterno retorno nietzscheano hacia una “extensión de sombra” que todo lo consume y desencadena las desgracias. Quizás el amor y el sexo nos liberen de nosotros mismos. Pero… ¿cómo, si también el amor y el sexo (“lava de esperma”) acaban derivando en “un bulto inútil, / un infructuoso fardo innecesario”?
El libro avanza y nosotros con él, y nos reconocemos, como ya lo hiciera un tal Francisco de Quevedo, en “presentes sucesiones de difunto”, es decir, en unos muertos cargados, sí, de presente “que ni siquiera pueden con sus propias manos / poner unas malditas flores tan marchitas / encima de sus tumbas”. Nada queda libre de su palabra cortante e incisiva. Nada, ni siquiera el mismísimo Shakespeare a quien
Antonio, con humor, con ácida ironía, enmienda estrambóticamente la plana con la versión de sus sonetos XLIV y LXI, y en cuyo texto inserta un ¿ubi sunt? tras el que se revela el auténtico sentido del poema, esto es, de que el amor, insiste Antonio, no nos salva del olvido aunque, volviendo al metafísico Quevedo, pueda perdurar como una fuerza, como una energía, como un ente invisible, que habrá de (podría) ser constante más allá de la muerte. Tal y como hiciera Benedetti en su poema “Te quiero”, nuestro autor (voz nuestra ya) propone la unión y la complicidad de todos los hombres y mujeres de bien para neutralizar esa estrategia de la “dispersión” que con tanta eficacia llevan a cabo los políticos corruptos, y en uno de los poemas que lleva título (19: “Antes de morir y luego de estar vivo”), en un tono y estilo epigramático apostrofa contra el poeta “oficialista” al que “campesinos y pastores”, los más nobles de entre los nobles, ignoran.
La relaciones gradativas, deudoras tal vez en parte del estilo gongorino aquel del último verso de “Mientras por competir con tu cabello”, se suceden asimismo en Versión del otorongo, y ello con la intención de apuntar al centro mismo de nuestra fragilidad (humana, medioambiental…) que finalmente acabará siendo aplastada por la fuerza del huaico que no deja de caer despiadadamente sobre nuestro trabajo, nuestra casa y nuestra nuca como una metáfora a la inversa del golpismo depredador, militar y asesino en Latinoamérica. Si es que no estamos ojo avizor y, en su caso, no aplicamos el remedio conveniente antes de que las aguas se precipiten sobre nuestras cabezas y acaben, como en tantas otras ocasiones pasadas, e inminentes también, quemándonos el cuerpo y asfixiándonos el alma. Por otra parte, el espíritu machadiano asoma su noble gesto en el poema 27 en el que el poeta determina que el camino, metáfora de la existencia, no es porque sí sino porque tiene su razón de ser en el acto de vivirla, de forjarla, con el ímpetu y la dignidad que se merece ya que, de lo contrario, su “trucaje” la precipitaría irremediablemente al abismo de la desolación. Y progresamos en la lectura sintiendo intensamente clavada en nuestros ojos la mirada del poeta que sabe que la realidad (y sus espejos) no es una e inmutable sino diversa y versátil como el río heraclitiano o como el mar manriqueño al que van a dar los ríos no concretamente de la vida sino de la muerte anticipada, por su absoluta podredumbre y desolación. Asimismo, la evocación del hermano ausente, ya durante seis años, nos retrotrae al espacio mítico de su infancia cuando ambos en el juego se soñaban y se sabían fundidos en una sola entidad que de nuevo se trasciende gradativamente más allá del tiempo traicionero, sean tierra o polvo o sombra o nada.
Si Antonio reivindica la tierra para quien la trabaja y la concibe como una parte esencial de su persona, de igual manera siente cómo las lenguas indígenas (taushiro, iñapari, asháninka…), que son el alma de sus pueblos, se van diluyendo progresivamente en el olvido y su desaparición supone igualmente la desaparición de un pueblo, de una cultura, de un imaginario único ya que hay tantas realidades como palabras las nombran y, de esa forma, les imprimen vida y sentido propios. El libro avanza, digo, (avanzamos con él) y en su recorrido final nos encontramos a un hombre que también reflexiona sobre las “matemáticas sociológicas” y su ecuación riqueza/pobreza, sobre el Amazonas como metáfora del río (nuevamente
heraclitiano) de la muerte y sobre la soledad que el tiempo marca a fuego lento en su piel y en sus entrañas como aviso concluyente de que la muerte (“los heraldos negros”, de Vallejo) acabará despojándolo (despojándonos) de todo: del amor odiado y del odio amado, de los juguetes rotos y de las páginas amarillentas de los libros que abrieron y cerraron puertas y ventanas, pero no clausuraron las del amor de quien camina sobre el tiempo en compañía y consonancia con la mujer amada, en un juego, si antonímico aún más cómplice, de relación homónimo/heterónimo.
Desde el fondo del verso el otorongo nos habla. Escuchemos su voz. Es un grito, un rugido de cólera que traspasa “el aire todo” para decirnos que es posible que ya sea demasiado tarde, pero que es preciso salir de nosotros y actuar de inmediato para cambiar el mundo y con él la realidad, esta realidad de desolación y miseria en la que estamos inmersos, no vaya a ser que acabe aplastándonos como una piedra ciega e implacable.
Ceuta, diciembre de 2019
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