Presentación sobre los libros de Antonio Cillóniz, Llover sobre mojado...
Leer másUniversidad Autónoma de Madrid / España
Tengo conmigo los cinco tomos de la Poesía completa de Antonio Cillóniz que iadelca ediciones terminó de editar el pasado mes de junio de 2023. En tiempos recientes leí lo que ya era una versión más de esa obra creciente y cambiante, reunida en los volúmenes Mañanas de primavera, Mediodías de verano, Tardes de otoño y Noches de invierno, publicados en Lima en 2016 (Hipocampo Editores), y en los posteriores Poemas de senectud y Nuevos poemas de senectud (iadelca ediciones), a los que añadí República de bárbaros (Burros a lomos de asnos y Cámara oscura), otra entrega de una producción abundante y compleja, merecedora de una atención que la crítica apenas le ha prestado hasta ahora, quizá por las peculiaridades del poeta y de su poesía, que no facilitan soluciones fáciles como podrían ser la adscripción a una generación o a una propuesta o movimiento, o al menos al proceso literario de un país. Es más: los volúmenes de 2016 y de 2023 inclinarían a creer que Cillóniz no tuvo juventud sino exclusivamente madurez, a juzgar no solo por los poemarios correspondientes a esta edad sino también por las versiones de los primeros reelaboradas por primera vez en Los dominios (Lima, Ediciones Killka, 1975) y sobre todo desde La constancia del tiempo (1990). El continuo hacerse y rehacerse de esa obra plantea además otro problema, derivado de esa inestabilidad: quien repase los comentarios o análisis dedicados a su obra probablemente nunca sabrá con certeza si se refieren a los poemas o libros que está leyendo o a otros. Escribo esa consideración con conocimiento de causa: en La constancia del tiempo (1965-1992) se incluyó el comentario que yo había escrito sobre Después de caminar cierto tiempo hacia el este; hoy no consigo recordar si lo hice sobre la edición de 1971 o sobre la versión de ese poemario incluida en el volumen que en 1992 parecía reunir la obra poética completa de Cillóniz.
De esa incomodidad nació el propósito que ahora me lleva a volver sobre ese poemario y sobre el primero, Verso vulgar, en sus versiones originales. Puede ser mi primer paso para profundizar en una obra en la que la reelaboración reiterada no significa solo una exigencia de depuración del lenguaje poético: las correcciones o modificaciones de los textos son apenas uno de los factores que alteran el significado de un poema; también lo hacen los cambios en la colocación de cada texto dentro del conjunto que conforma un poemario, una antología o una obra completa, y, por supuesto, las supresiones o inclusiones, que pueden dar a un mismo título contenidos de significación muy diversa. Dejaré a un lado mi interés por esas reelaboraciones para tratar ahora de recuperar el significado de aquellos poemarios iniciales con los que alguna vez creí que Cillóniz se integraba en el proceso que la poesía peruana ofrecía en los últimos años sesenta y los primeros de la década siguiente, impresión de algún modo reforzada al saber que Después de caminar cierto tiempo hacia el este compartió en 1970 con Álbum de familia, de José Watanabe, el primer premio del concurso “El Poeta Joven del Perú” convocado por la revista Cuadernos Trimestrales de Poesía, que Marco Antonio Corcuera dirigía desde Trujillo. Probablemente también me vi condicionado por la autoridad académica de José Miguel Oviedo, al incluirlo en Estos 13, antología de poetas peruanos publicada en 19731. Una relectura atenta de su prólogo me obliga a rectificar: Oviedo tuvo en cuenta a Cillóniz pero no supo integrarlo entre los jóvenes peruanos que en los últimos años sesenta y primeros setenta decidían romper con la poesía previa, incluida la de quienes tenían una edad similar pero habían conquistado ya un hueco en el ámbito literario nacional. Por ello decidió ignorarlo mientras señalaba lo “proletarios y provincianos” que eran en su mayoría, así como el “espíritu regionalista” que los animaba (1973: 12) y que impulsaba tanto las actividades revolucionarias o rebeldes del Movimiento Hora Zero como sus disputas con los poetas poco antes aglutinados en torno a la revista Estación Reunida (su último número apareció en junio de 1968) para concluir: “Los ‘independientes’ más puros son Abelardo Sánchez León, aunque frecuente a ambos grupos sin comprometerse, y Antonio Cillóniz que, por razón de su exilio en Madrid, ya es casi un marginal” (1973: 19)2.
Bastantes años después, Alejandro Romualdo confirmaría esa opinión en su prólogo a La constancia del tiempo, al entender que “dentro de esa promoción compuesta por una tendencia gregaria de agrupaciones poéticas y otra de marginalidad silenciosa, Cillóniz pertenece a esta última” (1990: 7). Aunque no veo necesidad alguna de forzar su integración en una de las discutibles promociones en las que con frecuencia se ha pretendido encasillar a los poetas peruanos, tampoco tengo razones para ignorar esos esfuerzos, a veces clarificadores en alguna medida. El más antiguo que conozco entre los que interesan aquí es el de Winston Orrillo, cuando en “Poesía peruana actual: dos generaciones” distinguió entre la de 1950 y la de 1960, afirmando que “ambos grupos tienen como característica común la poca preocupación por la emisión de manifiestos, proclamas, poéticas, etcétera” (Orrillo, 1968: 620; cursiva en el original). Pero también mostrarían diferencias:
La primera se encuentra en lo que podríamos llamar el lúcido trabajo del estilo, la buena asimilación de la herencia poética vallejiana y su transformación en cada una de las fraguas personales; la segunda, en el asumir la poesía como una actividad seria en la que juega la vida, el destino, y en el rechazo sistemático del malabarismo verbal, de la pirotecnia expresiva (1968: 620).
Aunque su obra bien pudiera considerarse como una síntesis de las generaciones propuestas, Cillóniz, obviamente, quedaría integrado en la segunda, a su pesar: él prefería tener en cuenta la opinión de Romualdo cuando a propósito de Verso vulgar aseguraba que “en esta obra se prefiguran las características que la crítica ha señalado como propias de la ‘Generación del 70’ o, más exactamente, del 68” (1990: 7; cursiva en el original), opinión que “además se ajusta a las nuevas apreciaciones críticas de Jorge Valenzuela al referirse a la evolución poética peruana entre los años sesenta y setenta” (Cillóniz, 2019: 16)3. A pesar de ello había sido también derivado hacia los 70, hacia los novísimos que trataron de desplazar a los poetas de 1960 e incluso hacia los nuevos si por tales se entiende a los incluidos por Leonidas Cevallos precisamente en Los nuevos, antología publicada en Lima (Editorial Universitaria) en 1967. De la mencionada antología Estos 13 podría incluso deducirse, como en algún momento creí, que compartió inquietudes con “el grupo de agitprop más activo de esos años, el Movimiento Hora Zero” (Oviedo, 1973: 13): algo imposible de conciliar con lo que Orrillo había podido deducir de la lectura de Verso vulgar.
Como se habrá podido advertir, los poemas del joven Cillóniz deben necesariamente resultar más clarificadores que esos esfuerzos clasificatorios a la hora de perfilar su significación en el proceso de la poesía hispánica. Ciertamente, no le eran ajenas las inquietudes políticas y sociales que dominaban entre los escritores peruanos, pues las mismas circunstancias resultarían de algún modo determinantes para todos, y Oviedo –olvidándose de la masacre de estudiantes mexicanos perpetrada en la Plaza de Tlatelolco en octubre de 1968, en el entonces Distrito Federal, de indudable repercusión al menos en el ámbito hispanoamericano– las recordó así:
la muerte del Che Guevara en Bolivia (octubre del 67); los acontecimientos de París en mayo del 68; el “caso Padilla” en Cuba (abril del 71) con su tempestuosa secuela de polémicas, escisiones intelectuales y reajustes en la organización cultural cubana; la Primavera de Praga, iniciada y sofocada en el mismo 68, nueva fuente de discusiones y replanteos teóricos a uno y otro lado del Atlántico; los últimos coletazos de la revolución cultural china (1966-69) que culmina con el fortalecimiento de Mao en el poder; la aparición de Marcuse como el nuevo profeta e ideólogo de una juventud en permanente y universal estado de revuelta, cuyas múltiples banderas flamean en un aire de tintes generalmente anarquistas; el auge del estructuralismo, ese nuevo horizonte científico del hombre, / y sus nuevas lecturas de Marx, del mundo de los iconos contemporáneos y de los autores clásicos; el surgimiento de nuevas formas de cultura y de expresión artística –por art, midcult, kitsch, camp, arte programado…– que son, a la vez, la contradicción y la excrecencia del medio en el que aparecen, su condensación y su disolución en los paraísos privados de la droga, el sexo y el gesto individual; el fin de la guerrilla peruana y la propagación exitosa del terrorismo urbano a nivel mundial; la toma del poder en el Perú (es el 3 de octubre del 68) por un grupo de militares que inician uno de los proyectos políticos más desconcertantes y controvertidos hoy en América Latina, etc. (1973: 10-11).
Con esas circunstancias se relaciona la evocación de Javier Heraud concretada en el poema “El poeta acribillado”, incluido en Verso vulgar. Heraud, como es bien sabido, se había convertido en un mártir tras su asesinato –por la policía o “fuerza pública” y por “población armada”, civiles– en el río Madre de Dios, en las cercanías de Puerto Maldonado, cuando el 15 de mayo de 1963 trataba de huir a bordo de una balsa. A finales de marzo del año anterior había viajado a Cuba con intención de seguir estudios de cinematografía, y de allí había regresado para integrarse en el Ejército de Liberación Nacional, que trataba de emular en el Perú los logros de la Revolución cubana. En “El poeta acribillado” Cillóniz consiguió una intensa atmósfera lírica recuperando motivos recurrentes en la obra del evocado para recrear alucinadamente las circunstancias de su muerte –“En un remanso / echan atrás sus piernas –entre pájaros y árboles– / mientras estaba / su tronco / subiendo por el río” (1967: 79)– y, a la vez, remitir a los versos que podrían mantenerlo vivo: no en vano el primer poema publicado por Heraud se había titulado El río, con el que el hablante se identificaba y que ya desde el verso que servía de epígrafe –“la vida baja como un ancho río”, de un soneto de Antonio Machado– adquiría un sentido existencial, respaldado por lo mejor de la tradición literaria hispánica. Cillóniz acertó también al tomar en préstamo la locución entre pájaros y árboles que remitía a El viaje4, poemario publicado en 1961 en el que Heraud se mostraba fascinado por la muerte, y al interés por la naturaleza que también demostraban muchos de los motivos que habían inspirado su obra poética; además, Cillóniz supo aludir a otras inquietudes: “Reclamaba para nosotros” (al cauchero, al maderero), el verso que abría “El poeta acribillado”, bastaba para hacer presentes las inquietudes políticas y sociales que llevaron a Heraud a su fin y que apenas encontraron lugar en sus poemas5, como permiten confirmar los que conformaron Estación reunida y con los que obtuvo el primer premio en los Juegos Florales Universitarios convocados en 1961 por la Federación Universitaria de San Marcos.
El recuerdo de Heraud no era la única referencia literaria de interés en Verso vulgar, un poemario en buena medida español y sobre todo madrileño, a juzgar por los espacios reconocibles en los poemas. Es más, tengo la impresión de que no era ajeno a inquietudes que la poesía española había manifestado por entonces, y el poema titulado “Rapsodia” podría ser una prueba evidente al incorporar (también en cursiva) versos de Blas de Otero6: “Las que traigan braguitas, / que se las bajen rápidamente, / y las que no tengan / otra cosa que un pequeño caracol, / que lo saquen al sol” (Cillóniz, 1967: 27). Como cualquiera puede comprobar, tales versos proceden del poema “Plañid así”, que su autor incluyera en Redoble de conciencia (Otero, 1951: 51), lo que tal vez no sea una mera prueba, como tantas otras que ofrece su obra, de que el joven peruano prestaba atención a la poesía española: también cabe deducir que con ello declaraba preferencias y afinidades, estas últimas significativas si tenemos en cuenta las relaciones de los poemas publicados por Blas de Otero en los años cincuenta con lo que Dámaso Alonso definió como poesía “desarraigada”. Es más, desplazados de su lugar de origen, esos versos de “Plañid así” pierden la significación que les daba el resentimiento existencialista y de algún modo religioso (frente a un Dios silencioso e inhumano) que se advierte en tantos poemas de Redoble de conciencia, a veces expresamente marcados por la atmósfera desesperanzada de los años posteriores a la posguerra (española y mundial), como si ahora Cillóniz los forzara a incorporarse al proceso que tanto en la obra de Otero como en la poesía española de su tiempo había ido sustituyendo las inquietudes religiosas por otras de significación social, política e incluso moral. Alejados tales versos de su contexto original, incrustados en otro que remite a un ámbito escolar en el que los niños quieren que se reciten y las niñas podrían estar dispuestas (con Leandro Fernández de Moratín) a responder que sí, tales versos adquieren en “Rapsodia” un carácter decididamente provocador que no es necesario explicar. Como en “El poeta acribillado”, la cita genera significados distintos a los del texto que sirve de fuente y que de algún modo también sale enriquecido de esa relación intertextual.
A la hora de salvar o abolir la distancia entre la tradición española y la peruana, ofrece indudable interés el de Cillóniz por César Vallejo, quien había sido –sin ignorar la atención que le prestaran los representantes de otras orientaciones de la posguerra, tanto en España como en el exilio (Rivero Machina, 2022)– una presencia relevante entre los “desarraigados”, también en su deriva hacia las inquietudes sociales, y no solo si tenemos en cuenta la publicación de poemas como “Los desgraciados” o “Masa” en la revista leonesa Espadaña7. Desde luego, lo fue para Blas de Otero, y desde cualquier posición política para cuantos pretendían dar a sus rupturas del lenguaje poético convencional o clasicista una significación acorde con la rehumanización también urgida por las inquietudes sociales del momento. “La interinfluencia poética entre España y América es ahora mínima, a pesar de que el magisterio de César Vallejo pesa evidentemente”, observaba Luis Jiménez Martos (1966: 16) en el prólogo a su Antología de poesía española 1964-1965. Podríamos suponer que Cillóniz, aunque pronto tratase de contrarrestarlo con otras variadas lecturas, contó con ese magisterio, compartido por españoles y peruanos8, en su búsqueda de un lenguaje cuyas torsiones potenciaran la expresividad, sin perjuicio para la expresión del sentimiento solidario que desde entonces ha impregnado su peculiar humanismo, conciliación de cultura literaria y de voluntad de acercarse a la mayoría. Ese arraigo en una tradición poética reconocible no le impedía mostrar tempranamente una voz de registro muy personal, como demuestra Verso vulgar, ni lo libraba, desde luego, del desarraigo de permanecer en una tierra de nadie, como prueba la escasa atención que su obra recibía tanto en España como en el Perú.
Tal desventaja se percibe incluso en la necesidad de justificarse que, como ya se habrá podido advertir, parecían sentir quienes se ocupaban de él, necesidad de la que ofreció un buen ejemplo Winston Orrillo al incluir “Es fácil escribir” y “Toda belleza artística” entre las muestras ofrecidas en su “Poesía peruana actual: dos generaciones”, dos poemas de Verso vulgar, ese libro publicado en Madrid: “A pesar de ello, lo incluimos porque creemos que comparte plenamente las preocupaciones e intereses de los poetas aquí antologados y, además, teniendo en cuenta que su obra es fruto de un largo y meditado trabajo que venía, desde hace algunos años, siendo publicado parcialmente, en revistas y diarios del Perú y del extranjero” (1968: 629). La lectura del poemario no me ha permitido identificar esas preocupaciones o intereses compartidos, ni confirmar, como Orrillo también pretendía, que la poesía de Cillóniz “ensaya una visión corrosiva de instituciones, usos y costumbres de la sociedad peruana, desde la que partimos a la proyección decidida de la crítica general al mundo contemporáneo” (1968: 629). Esas generalizaciones parecen desviar la atención hacia las circunstancias en las que la poesía se produce, eludiendo el análisis de la voz poética en sí misma, tal vez el camino más acertado para adentrarnos en la relación que el poeta establece con su entorno.
He hecho referencia antes al peculiar humanismo de Cillóniz, a su conciliación de cultura literaria y de voluntad de acercarse a la mayoría. Debo aclarar que ese acercarse a la mayoría no significaba disolverse en ella, por más que el registro lingüístico “vulgar” pretendido –y no solo a juzgar por el título del poemario9 – induzca a pensar que el poeta aspiraba a diluirse en las masas. Lo suyo no era acomodar sus pasos de lobo a los pasos del hombre, retórica que suele falsear tanta poesía “social”. Cillóniz, quizá a la manera de Vallejo, siempre pareció apostar por la libertad intelectual y artística frente al estalinismo, e incluso por una suerte de unanimismo en su faceta humanitarista atenta a las muchedumbres. La poesía “social” de Cillóniz es la de quien plasma su desolación para que otros desolados en busca de consuelo puedan sentirse acompañados. Por lo mismo, su poesía es más ética que política, quizá porque conjuga sentimiento y reflexión. A ese respecto, encuentro significativo este poema:
El poeta social
no está en sociedad
porque es intratable
porque rehúsa los tratos
del negociante
(que lo quiere contratar
para comerciar con bajos sentimientos)
porque él sólo sabe
sumar para abajo (1967: 74)
Probablemente en ese poema, como en tantos otros, un humor cáustico y desmitificador deja en entredicho incluso la propia práctica poética. En todo caso, percibo cierta incomodidad en la conciliación de las inquietudes sociales –las que podríamos identificar con “sumar para abajo”– con las reticencias del poeta para “estar en sociedad”, aun suponiendo que solo rechace los tratos con la sociedad “capitalista” y que no se manifestaría así de encontrarse (por ejemplo) la Cuba revolucionaria de entonces. En busca de una clave que resolviera esa incomodidad –o tensión, tal vez indispensable para crear una atmósfera poética– di con “Antonio un hombre”, un poema temprano y por mucho tiempo olvidado, de claras reminiscencias vallejianas y de gran interés como muestra de la rehumanización de la poesía a la que antes me he referido, y por diversas razones más. El hablante poético observa y describe allí a “Antonio un hombre, / Antonio amigo, / Antonio hermano, / Antonio que llegó de noche a Santander” (Cillóniz, 1966: 309), versos iniciales que tanto por el nombre del observado como por la referencia geográfica invitan (con las debidas cautelas) a una lectura en clave autobiográfica: el hablante poético sería fruto de un desdoblamiento que el poeta utiliza para hablar de sí mismo10, y, entre las abundantes sugerencias que el poema ofrece, no dejan de atraer mi atención las cuatro veces en las que Antonio en diferentes circunstancias “se patea”, antes de concluir, por si aquello fuera poco: “Golpeado por todos los seres de la tierra, / carga su perfil de piedra” (1966: 310). La atmósfera existencial que revela esa voz poética se modificará con el tiempo y las experiencias, pero algo de aquella discrepancia dolorida con el propio yo y con el mundo ha caracterizado hasta hoy a la poesía de Cillóniz. Desde luego, está muy presente en Verso vulgar, donde no son pocos los poemas que delatan una incomodidad que afecta al ejercicio de la literatura y a las relaciones con el entorno social y político, hasta con la mujer y el amor. Esa discrepancia íntima aparece alguna vez asociada a una sensación de desarraigo que no era ajena –no en vano Antonio “dejó las estrellas en su casa” (1966: 309)– a la distancia que mediaba entre la España del momento y el Perú de su infancia y su adolescencia, entre el presente y el pasado perdido.
Esa inadaptación al medio afecta, desde luego, al ejercicio de la escritura, o al menos a las consideraciones que ese ejercicio suscita con frecuencia en los versos de Cillóniz, pues la reflexión “metapoética” –o “metaartística”, si se atiende a opciones como la pintura o la música– es otra constante que no se puede ignorar si tenemos en cuenta que las consideraciones sobre la poesía bastan alguna vez para constituir el poema, como en este ejemplo breve que además compromete a los lectores, con frecuencia interpelados en las páginas de Verso vulgar:
Claramente
esto es un poema más.
Si no lo veis
claramente
será porque jamás me siento
en un escritorio iluminado
con tal de no pagar las musas
ni deberle a nadie más de lo que vende. (1967: 62)
Desde “Primer libro”, poema que bien pudiera entenderse como introducción al “Libro primero” de los dos que componían Verso vulgar, resulta difícil aislar las inquietudes sociales de las propuestas poéticas, cuando allí se asocia a quien escribe un libro con quien siembra un árbol y el tiempo de su escritura con el empleado por obreros en construir una plaza (1967: 11), asociación con el trabajo “manual” que reaparece con el maestro de obras de “Toda belleza artística” y que resulta de algún modo implícita en la presencia más o menos ocasional de panaderos, vendedores o cajeros, algunos de los varios oficios a los que se hace referencia. La inadaptación antes mencionada amplía así su campo de influencia y con ella cabe relacionar la incomodidad o acritud con que “el poeta social” se observa y observa el entorno sin capacidad para sumarse a él, como si la cultura fuera a la vez un acicate y un impedimento. Esa tensión es evidente cuando la voz poética reflexiona sobre el alcance y la temporalidad de la literatura, significativamente para desdeñar el ensimismamiento y el preciosismo culturalista. Cillóniz echaba su cuarto a espadas en esos años en los que a la antipoesía se sumaban la poesía conversacional y otras opciones que se pretendían rupturistas, y lo hacía desde su condición de poeta culto, con variedad de registros que le permitían mostrarse narrativo y sentencioso, tratando de conjugar sus inquietudes sociales con una visión del hombre y de la historia en la que el futuro parece identificarse sobre todo con el apocalipsis y, en consecuencia, con la muerte. Él lo declaró a su manera, con matices (la amargura, el humor negro) que no conviene ignorar: “Es la voz de quien inconforme con el mundo en que fue criado se evade de él, para, desde fuera, tomar conciencia del mismo y denunciarlo con crítica amarga, de humor negro a veces, que hace que en la forma intente llegar a tomarle el pelo al lector” (Oviedo, 1973: 146).
En conclusión, Verso vulgar es el poemario de un joven peruano que escribía en España. No podían faltar los recuerdos de Lima –“Fuga” incluye las menciones precisas del Jirón de la Unión y de la Colmena (1967: 16– y no es imposible que la atmósfera onírica de “Incendiarios” aludiera “a la revolución popular del 13, 14, 15 de junio de 1950, en Arequipa, durante la dictadura de Odría”, según se asegura a pie de página (1967: 31), o a cualquier otro suceso, pues poemas como ese proponen un registro oscuro11 que hace de contrapunto vanguardista a los referentes reconocibles que en otros casos facilitarían su inteligibilidad. Después, el haber compartido con José Watanabe el primer premio del concurso “El Poeta Joven del Perú” podría inducir a creer que Cillóniz ya se había integrado mejor en el proceso seguido por la poesía peruana. No tengo razones para creer que fuera así o no las encuentro en Después de caminar cierto tiempo hacia el este. Este segundo poemario se publicó en 1971, cuando en Perú estaba de plena actualidad el grupo reunido en torno a la revista Hora Zero y la discusión política giraba en torno al “caso Padilla”, que significó el principio del fin de la adhesión dominante a la Revolución cubana12. Pero los poemas de Después de caminar cierto tiempo hacia el este a los que me refiero aquí son anteriores a esa fecha, y fueron otras las circunstancias históricas o políticas en que se escribieron13. A este respecto ofrece especial interés “A nuestros dioses mortales” (1971: 22), de la sección “De antes de ahora y después”. Sus dos primeros versos –“Ajajá, Rubén Darío, ave palmípeda del lago de Nicaragua emigrada al Sena / alternando las Tullerías con los jardines de Versalles”– remitía a las delicuescencias afrancesadas y aun versallescas del vate nicaragüense, difícilmente perdonables en tiempos de insurgencia popular y antiimperialista, pero el objeto central del ataque era, desde luego, Pablo Neruda. En su condición de peruano, Cillóniz se fijó en la visita a Lima en la que el poeta chileno había sido distinguido con la Orden del Sol por el presidente Fernando Belaúnde Terry, el 7 de julio de 1966 –“El que se disfraza de lobo feroz / cuando en realidad va a comer dos huevos fritos con Belaúnde Terry / entre tetas gordas y sienes coronadas como en un cuadro de Rubens / con cornamentas testaférreas”–, mientras el gobierno continuaba en su empeño de eliminar a los guerrilleros que actuaban en el país.
“A nuestros dioses mortales” ha de comprenderse en el contexto de las descalificaciones que Neruda sufrió tras viajar en junio de 1966 a Nueva York, invitado al xxxiv Congreso del PEN Club Internacional que se celebraría allí –de regreso a Chile fue cuando hizo la escala en Lima antes mencionada–, iniciadas por chilenos residentes en La Habana y secundadas luego por una “Carta abierta a Pablo Neruda” redactada en la capital cubana por Roberto Fernández Retamar, Lisandro Otero y Edmundo Desnoes, carta que, firmada por Alejo Carpentier, Nicolás Guillén y otros escritores relevantes, se publicó el 31 de julio de 1966 en el diario Granma. Con ese impulso el extendido resentimiento contra Neruda encontró sobradas ocasiones para manifestarse14, y con diversos motivos o pretextos. Cillóniz conjugó eficazmente las referencias a su obra literaria con las debilidades físicas o morales del personaje: “el más hermoso varón más conocido / por su canción desesperada” resultaba desmitificado al recordar su aspecto –“cabeza de venado y cuerpo adiposo / de mamífero paquidermo en Isla Negra”–, su fascinación por los círculos del poder –el representado por Belaúnde Terry y el aludido al mencionar “55, Faubourg Saint-Honoré-París viii”, residencia del presidente de Francia– y su comentada glotonería. No puedo leer los versos “paseando con un pájaro en el hombro de la guerrera / y otro en el fondillo para asarlo una vez en Chile y devorarse / 5 fuentes de berzas bien servidas” sin recordar que en el entonces reciente año 1966 Neruda había publicado su Arte de pájaros, y que en 1969 se difundió desde Barcelona en el ámbito hispánico Comiendo en Hungría, un “alegato del buen comer”15 en el que él y Miguel Ángel Asturias celebraban en prosas y en versos las ricas experiencias culinarias disfrutadas durante la visita que hicieran a ese país en agosto de 1965, en calidad de invitados del gobierno húngaro: ostentación sibarítica y pantagruélica que debió resultar hiriente –por más que hiciera propaganda del alto grado de bienestar logrado por un país comunista– a la luz de las carencias cada más notorias que sufría la Cuba revolucionaria. No hay que olvidar, además, que por entonces se vivieron momentos de tensión entre el régimen de Fidel Castro y el Partido Comunista Chileno, uno de los que se sumaron a la coexistencia pacífica –opuesta a la lucha armada que la guerrilla sostenía en varios países latinoamericanos y que el gobierno de La Habana apoyaba– propugnada entonces por la Unión Soviética, coexistencia justificada por la pretensión de emular y superar en el desarrollo económico al Occidente capitalista. Ni Cillóniz ni los otros poetas peruanos jóvenes estaban para tales distingos: el primero dejó clara su posición al escribir “De vuelta de las montañas de Ñacahuazú que visité en busca del Che Guevara sin hallarlo”, poema incluido en Después de caminar cierto tiempo hacia el este que desde el título recordaba al famoso revolucionario y el espacio boliviano de sus últimas actividades; los segundos habían acusado además la muerte de Edgardo Tello, otro guerrillero abatido por el ejército peruano, el 17 de diciembre de 1965, en las montañas de Tincoj (Ayacucho), lo que lo convirtió en otro numen (junto a Heraud) de los poetas de Estación Reunida, publicación vinculada al guevarista Ejército de Liberación Nacional (ELN). No es de extrañar que a su turno los horazeristas detectaran un “carácter alienante” en todo el desarrollo de la poesía peruana salvo la de Vallejo, la de Heraud y la (casi inexistente) de Tello (Oviedo, 1973: 140)16.
A la hora de rescatar el espíritu político-poético de la época, “A nuestros dioses mortales” es, pues, un poema insustituible. Lo es incluso como testimonio del alejamiento de Neruda y de la preferencia por Vallejo que en la segunda mitad de los años sesenta permiten comprobar hasta los poemarios galardonados a lo largo de aquella década con el Premio Casa de las Américas: al analizarlos, Saúl Yurkievich (1976: 7) señaló el “pasaje de los nerudeanos a los vallejeanos” como una de las “líneas de fuerza” en la poesía de aquellos años. “Todos los que nerudearon / comenzaron a vallejarse / y antes del gallo que cantó / se fueron con Perse y con Eliot / y murieron en su piscina”, observaba el poeta chileno, consciente de lo que ocurría, en la sección VI de su poemario Fin de mundo (1969: 97). Pero “A nuestros dioses mortales” representa apenas una de las facetas de interés que ofrecía Después de caminar cierto tiempo hacia el este, con el que la poesía de Cillóniz habría dado “un gran vuelco”, en opinión de su autor, mostrando el peregrinar físico y espiritual de un hombre que a veces por la perspectiva y que le da la lejanía se va haciendo Hombre, con mayúscula. Quiero decir un ser que teme el desarraigo en el que cree haber caído. Una temática donde, por tanto, lo geográfico cobra realce y, a través de ello, lo histórico. El tema del viaje físico y metafísico se torna obsesivo (Oviedo, 1975: p. 146).
Cillóniz parecía referirse así a su interés –quizás anticipado por algún poema de Verso vulgar, como “El arte griego”– por la recuperación de tiempos y geografías dispares y distantes, por la recreación de lo ancestral y lo primitivo (lo indígena en el ámbito hispanoamericano), sin duda el aspecto más original y relevante entre los que cabe encontrar en Después de caminar cierto tiempo hacia el este. Probablemente la nostalgia del Perú determinaba la nostalgia de otros lugares y otras épocas, sentimiento que derivaría en poetización de la geografía y la historia, y la presencia de ámbitos antiguos o lejanos podría interpretarse a su vez como un rechazo del contexto histórico contemporáneo. Con matices diferentes, son numerosos los poemas que recuperan el pasado a sabiendas de que lo hacen desde un presente capaz de aglutinar tiempos diversos impregnando de actualidad (inevitablemente) el conjunto, y eso desde el Canto I de los “Cantos originales” que abren el volumen: como si el viajero con el que se identifica la voz poética recuperara la historia del antiguo Egipto al tiempo que se refería a los avatares anuales del Nilo, sin olvidarse de la construcción del canal de Suez y de la ópera Aída de Giuseppe Verdi estrenada en El Cairo. Otro tanto ocurre con los que se refieren al Próximo Oriente, a Grecia, incluso a espacios nórdicos o árabes, al Japón de la segunda guerra mundial o al hombre desde la prehistoria hasta la actualidad, poemas (como el pasado histórico y el presente que reflejan) también destinados a desaparecer. Elijo una muestra, la más breve, con referencias a tiempos remotos de la isla de Creta y de la península del Peloponeso, y aunque carezca de referencias a los tiempos recientes:
CANTO IV
El Palacio de Faistos lleno de pulpos y de algas,
el de Knosos del rey Minos y de Pasifae, su mujer,
que se encerró en una vaca de madera para que un toro la gozase,
sumido en el laberinto. Aquello trajo la desgracia
a la isla no fortificada y los Aqueos se apoderaron de ella
para guardar el tesoro de Atreo
y edificar en torno a Micenas piedras amontonadas con 6 metros de espesor,
salvo la Puerta de los Leones, que es vigilada.
Pero las torres de los acantilados anoche estuvieron descuidadas
y nadie oyó ruido de remos: hoy es el primer día
de la invasión, aislamiento y comienzo de las crónicas del reyno dorio.
(1971: 13)
La segunda sección, “De antes de ahora y después”, habla lo mismo de la América prehispánica que de Che Guevara, de la guerra del Vietnam, de Neruda o de la guerra de los seis días o del imperialismo norteamericano. Luego “Poemas del sur” presta atención al Perú ancestral y al contemporáneo, con la misma inquietud política y social: de algún modo se deja sentir una y otra vez la precariedad y la indefensión frente a los poderosos de la tierra, en un mundo amenazado y en degradación, también determinada por una naturaleza hostil y a veces devastadora. Más enigmática resulta la sección “Estación norte”, relacionable en buena medida con las experiencias de la salida del Perú y del difícil arraigo en España. Algo de vate o profeta vuelve oracular –lo que, por los temas abordados o por la atemporalidad que asume la voz, en distinta medida podría extenderse a todo el conjunto– la factura de los poemas de la última sección, la precisamente titulada “Después de caminar cierto tiempo hacia el este”, añadiendo nuevos matices a un libro donde la coexistencia de prosaísmo narrativo y de mitología grecolatina o prehispánica propone un extraño sincretismo poético. Un buen ejemplo es el poema “Gusano de la conciencia”, que parece recuperar los motivos de la fórmula in xóchitl in cuícatl de la poesía náhuatl:
No solo he venido a estar cortando flores de la tierra,
he venido a dejar aquí mi canto
y luego tendré que abandonar las flores y los cantos
que seguirán aquí en la tierra.
Nadie puede vanagloriarse de haber guardado cerdos conmigo.
Yo, ladrón de cantos y de flores,
no lamentaría emborracharme con jugo de maíz robado,
ponerme a preparar pasta de maíz o choclo,
envolverla en hojas asadas de plátano, atarla con chantre
y ahumarla sobre un lecho de hojas verdes.
Yo ladrón de gallinas
o de patos, yo,
ladrón de bicicletas, que habito estos poemas, es decir, la casa de los cantos,
he venido a robar el canto de los pájaros,
no he venido solo a emborracharme, yo
ladrón de todo,
al menos no voy a poder hurtarle la comida a los gusanos.
(1971: 50)
Ignoro en qué versiones encontró Cillóniz la base para ese poema que recupera el tópico in xóchitl in cuícatl, “la flor y el canto”. Desde que Ángel María Garibay K. inició la publicación de sus volúmenes sobre Poesía náhuatl, esa faceta de la cultura mexicana prehispánica se había vuelto accesible para los lectores interesados. “Solo flores anhelo, he venido a estar cortando flores en la tierra” (Garibay, I, 1964: 5), aseguraba Netzahualcóyotl, el famoso príncipe de Texcoco. Quizás estos versos basten para evidenciar la dimensión existencial que la flor y el canto podían adquirir junto con la conciencia de que “solo como préstamo tenemos las cosas en la tierra”:
¿A dónde vamos, oh, a dónde vamos?
¿Estamos muertos, o aún allá vivimos?
¿Es dónde cesó el tiempo? ¿Hay tiempo allá quizá?
¡Algunos solamente aquí en la tierra
con perfumadas flores y con cantos,
y con el mundo se hacen verdaderos ciertamente! (Garibay, I, 1964: 30)
El poema, que es la flor y el canto, parece procurar alguna suerte de realidad y de permanencia para aliviar los sentimientos de transitoriedad y de desamparo característicos de la poesía náhuatl. En “Gusano de la conciencia” creo percibir la identificación de la voz lírica con aquellas inquietudes existenciales, también muy presentes en la poesía de Cillóniz, y a la vez la voluntad de corregir ese neto sentimiento de caducidad inevitable con exabruptos de apariencia antipoética, contraste que confiere a los versos una singular intensidad (emoción).
Ignoro cuál fue la conformación de Fardo funerario cuando se presentó sin éxito al Premio Casa de las Américas en 1972 (Sotillos Rubio, 2022: 44). La colaboración de Cillóniz me ha permitido conocer ese tercer poemario tal como en 1975 se integró en Los dominios, cuya edición no he tenido hasta ahora a mi alcance y donde sucesivos “dominios” agrupaban o redistribuían los nuevos poemas y los de Verso vulgar y Después de caminar cierto tiempo hacia el este. Sospecho que ya había comenzado la danza de las supresiones, los añadidos, las versiones y las reordenaciones que en gran medida habrían de caracterizar a los poemarios de Cillóniz, esa obra en continuo rehacerse. En los poemas de Fardo funerario incluidos en Los dominios parecía prevalecer una poesía onírica de implicaciones cósmicas, con la que Cillóniz volvía sobre España (NIAPS: SPAIN) y sobre el Perú (UREP), con más eficacia en este caso tras haber hallado la fórmula para sumergirse en un ámbito prehispánico y a la vez contemporáneo con escepticismo que se conjugaba con la confianza en la palabra para ordenar el caos de la realidad, vista otra vez por un viajero en la geografía y en la historia, una y otra insertas a veces en los espacios del mito y siempre demostrando que todo eso era sobre todo literatura, incluso cuando se recurría a la retórica de lo cotidiano. No se habían alterado esencialmente esas características de Fardo funerario cuando Belén Castro Morales situó la versión incluida en La constancia del tiempo (Poesía 1965-1992) en la tradición poética reciente que entonces, en el Perú y en Hispanoamérica, buscaba “la síntesis entre purismo y compromiso, entre hallazgos vanguardistas y discursos de varia procedencia” (1992: 88-89), hasta concluir que esos poemas de Cillóniz, por sus contenidos y sus técnicas, constituían, en su “escepticismo esperanzado” y en su rebeldía, “una manifestación de la vertiente más crítica de nuestra posmodernidad” (1992: 92), lo que en su opinión confirmaba la coherencia de Fardo funerario con los poemarios precedentes. Quizá el análisis de Los dominios resulte ineludible para abordar con conocimiento de causa, al alcance de las revisiones de Verso vulgar y Después de caminar cierto tiempo hacia el este, el lugar de ese tercer poemario en el nuevo conjunto, las novedades aportadas por Una noche en el caballo de Troya (otro poemario con entidad propia) y la significación de las ediciones de La constancia del tiempo, con las que Cillóniz pareció alcanzar su madurez poética definitiva.
[1] Más imprecisa aún resulta la imagen de Cillóniz en Imagen de la literatura peruana actual (1971), en cuyo tomo 3 (pp. 117-119) incluyó Julio Ortega “Naturaleza muerta” (I y II) y “Pintor de siete vidas”, y en Antología de la poesía peruana (1973), de Alberto Escobar, que su tomo II recogió “Rapsodia” (Verso vulgar), “Después de caminar cierto tiempo hacia el este” (del poemario homónimo), “Carbono 14” (del aún inédito Los dominios) y “Reflexiones abordo en el diario de un viaje de vuelta”. Este último, que también aparecería en Los dominios como “Tránsito de Urep”, remitía allí a la revista peruana Mabú (núm. 3-4, p. 6), cuyos cinco números dirigió Juan Zevallos Aguilar entre 1969 y 1975.
[2] Ciertamente, nada tenía con la extracción social de la mayoría de ellos, pertenecientes “a una capa proletarizada, de extracción obrera o artesanal, que proviene del interior del país” (Oviedo, 1973: 11).
[3] Hizo esa apreciación en “Acerca de la periodización de la poesía peruana de los años sesenta”, participación suya en el II Congreso de Peruanistas celebrado en junio de 2004 en Sevilla, donde se pronunció por el 68 para referirse a la generación con la que se le podría identificar, fecha que además señalaba el comienzo del “velasquismo” como proceso político y social en el Perú.
[4] Por partida doble: puede leerse en “Recuento del año” –“y supuse que / al final moriría / alguna tarde / entre pájaros / y árboles” (Heraud, 1961: s. p.)– y en “Elegía”, de la sección “Yo no me río de la muerte”: “no tengo / miedo / de / morir / entre / pájaros y árboles” (Heraud, 1961: s. p.).
[5] “Palabra de guerrillero”, uno de los “Poemas dispersos” reunidos tras su muerte (Heraud, 1964: 160), sería la excepción que confirma la regla que domina en toda su obra poética.
[6] Cillóniz no jugaba a las referencias secretas: “Los versos en cursiva de los poemas Rapsodia y El poeta acribillado son de Blas de Otero y Javier Heraud, respectivamente” (1967: 92), aclaraba en la página previa al índice del poemario.
[7] Respectivamente en los números 22 (1946, pp. 505-506) y 45 (1950, p. 953)
[8] “La poesía mal denominada social fue practicada hasta la fatiga por una ruma de histéricos insustanciales, perdidos en gritos inconsecuentes, y negada totalmente en sus formas de vida, influenciados por Blas de Otero, Rafael Alberti y los poetas de la guerra civil española, influenciados estos a su vez por Vallejo”, lamentaban Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz al ocuparse de los poetas peruanos contemporáneos en las “Palabras urgentes” (1970: 11) que sirvieron como manifiesto de Hora Zero.
[9] Se deduce también de las acepciones de “vulgar” que a modo de epígrafe (después sustituido) preceden a los poemas: “Vulgar: Perteneciente al vulgo o a la plebe. Común. Ordinario, corriente, que carece de distinción. Aplícase también a la lengua que se habla actualmente en contraposición de las lenguas sabias. (Del Diccionario.)”.
[10] El poema parece escrito cuando Cillóniz desembarcó en Santander el 10 de mayo de 1961. “Fuga”, en Verso vulgar (1967: 16-18) recupera el viaje en tren que lo llevó desde allí a Bilbao y luego Barcelona, donde residió hasta que a finales de septiembre se trasladó a Madrid. La sensación de debilidad y desamparo domina en esa evocación de los primeros días en España. Por lo demás, son frecuentes los poemas que parecen determinados por la itinerancia, a juzgar por el Manneken-Pis de “Naturaleza muerta” o por el hotel en “Dos versiones”.
[11] Es lo que María del Pilar García Madrazo relacionaría con “el gusto del escritor por el enunciado hermético y de símbolos que han de ser desvelados” (1992: 9).
[12] No, desde luego, entre los horazeristas, para quienes Heberto Padilla merecía la condena y “el pueblo cubano y sus dirigentes han hecho muy bien en tomar las medidas necesarias para que Cuba prosiga en su proceso revolucionario, y siga siendo el primer y único territorio libre de América” (Velázquez Rojas, 1972: 50).
[13] Aunque mantuviera contactos con algunos poetas, el reencuentro con el ambiente literario del Perú debe retrasarse hasta 1973, cuando Cillóniz regresó para trabajar por algún tiempo en el Instituto Nacional de Cultura del Perú durante el gobierno que el general Juan Velasco Alvarado presidía desde 1968. Ya había vuelto a España cuando se produjo, el 29 de agosto de 1975, el golpe de estado del general Francisco Morales Bermúdez, quien dirigiría la considerada como segunda fase del Gobierno Revolucionario de los militares en el Perú.
[14] Una de ellas fue el “memorándum colectivo” que “los desesperados de Pucallpa” (los “horazeristas” Jorge Nájar, Javier Dávila y Juan Sánchez) dirigieron –demasiado tarde, pues las circunstancias políticas habían cambiado– al “Apacible Pablo Neruda” en julio de 1970 (Oviedo, 1973: 138-139).
[15] “El alegato del buen comer” era precisamente el título de uno de los textos de Asturias incluidos en el volumen (2010: 107-113).
[16] Y eso en el mejor de los casos: Tello no aparecía y Heraud apenas había dado “convincentes muestras de un talento en pleno despegue” cuando Jorge Pimentel y Juan Ramírez Ruiz (1970: 10-11) dieron a conocer las “Palabras urgentes” que reducían toda la poesía peruana posterior a Vallejo a “un hábil remedo, trasplante de otras literaturas”, y eso cuando los poetas no se rebajaron “escribiendo literatura de toda laya para el consumo de una espantosa clientela de cretinos”.
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