Jonathan R. Mostacero

Poeta, Filósofo, Crítico literario / Perú

POESÍA DEL NUEVO MUNDO: DEL SENTIDO DEL DIÁLOGO ENTRE EL POEMA “SINFONÍA DEL NUEVO MUNDO” DE ANTONIO CILLÓNIZ Y LAS ELEGÍAS DE DUINO.

La música, solía referir Beethoven, ha de tener como más alto propósito el hacer resplandecer el fuego del alma de los hombres. Las composiciones de Beethoven infringieron los moldes establecidos del clasicismo y trajeron un ámbito de novedad para las estructuras musicales instauradas, dando paso al periodo denominado Romanticismo musical; sin embargo sino fuera por ese pathos propio del individuo que fue particularmente Beethoven, las innovaciones formales que perpetró tal vez no hubieran tenido tan grande impacto en el ideario universal. La intención que el compositor de Bonn deseaba darle a su música sumado a su impetuosa personalidad fueron factores determinantes para tener el concepto que hoy poseemos de su obra. Esto ha de recalcar que la pasión y el impulso son, a fin de cuentas, de una mayor gravidez que cualquier recurso estético premeditado por la razón en la esfera del arte. Sin embargo, además de la voluntad artística, el sentido cumple un papel determinante en la estructuración de cualquier manifestación hasta el punto de erigir una obra hacia la excelencia.
Así, la sinfonía Nro. 9 en mi menor de Antonin Dvořák también conocida como Sinfonía del Nuevo Mundo (SYMPHONY NO. 9 IN E MINOR, OPUS 95, FROM THE NEW WORLD) y considerada tal vez la composición más afamada del músico checo, es una clara exposición de un sentido estético relativo a la música. Inspirado en el estilo de Beethoven y Schubert, la obra de Dvořák es tomada por una de las cimas musicales de la cultura europea, que ha sabido combinar la tradición clásica de la música académica europea con las melodías nativas propia del folclor norteamericano. La Sinfonía del Nuevo Mundo, compuesta en 1893 cuando Dvořák se encontraba a cargo de la dirección del National conservatory of music of America, fue descrita en palabras del crítico estadounidense Henry T. Finck como el mejor trabajo sinfónico compuesto en la historia de los Estados Unidos; y la importancia en la que radica su composición entrevé el encuentro entre dos esferas, la antigua Europa y el nuevo mundo en el que la música académica se aventuraba, Norteamérica. Según algunas declaraciones del propio Dvořák al New York Herald, la composición guarda conexiones con la tradición étnica norteamericana, tomando un paralelo con el poema épico de Henry Wadsworth Longfellow titulado The song of Hiawatha; las aspiraciones que poseía el músico checo eran los de aventurarse en el propio corazón de las costumbres populares aborígenes para enriquecer el panorama musical, ampliando significativamente sus fronteras. Concebía Dvořák que el futuro de la música norteamericana se encontraba en las llamadas melodías afroamericanas. En suma, el sentido prefigurado por Dvořák era el de tomar las melodías populares americanas como posible fuente para la música docta, advirtiendo en la música del continente americano una suerte de acontecimiento decisivo en la sonoridad, al extenuado sonido del viejo mundo europeo le ha sucedido la joven melodía de las fértiles tierras americanas.
Tomando el título de esta famosa sinfonía, Antonio Cillóniz (Lima, 1944) escribe en 1975 el poema “Sinfonía del Nuevo Mundo”, incluido por primera vez en su obra Los Dominios, pero actualmente perteneciente al poemario Fardo funerario, tomando como referencia la obra completa del autor (Opus est, Hipocampo editores, Lima 2016). Este poema tiene la singularidad, además de su título concerniente a la composición de Dvořak, de intentar confrontar la visión de la lírica europea del siglo XX encarnada en la poética de Rainer María Rilke, haciendo uso de un lenguaje inspirado en el poeta nacido en Praga. “Sinfonía del Nuevo Mundo” de Cillóniz toma a las Elegías de Duino (Leipzig, 1923) como sutil espejo para meditar sobre las eternas dimensiones de la condición humana (el ser, la muerte, la permanencia o la transformación) insertas en la obra de Rilke y así recabar en su profundidad, sin embargo lo que hace del poema singular y uno de los más destacables en la obra de Cillóniz es su capacidad dialogante con la tradición poética. Este poema posee la intención de platicar con la visión rilkeana del ser y adentrarse en su críptico lenguaje de una forma tan específica que llegará a parafrasear versos del autor de Los Sonetos de Orfeo, alterando el orden de los sintagmas, de manera que se adquiere un sentido de índole completamente distinto, asumiendo una estética y perspectiva particular para la lírica americana como respuesta a la tradición europea. La influencia de Rilke en la poesía peruana, al igual que en Sudamérica, ha sido tardía; pero no reducida en dimensiones. Diversos autores peruanos han bebido del influjo del poeta en gran parte de su obra partiendo aproximadamente de la década de los años treinta y cuarenta para consolidarse en los cincuenta. Para el escritor Jorge Bacacorzo, la obra de Alberto Hidalgo, Washington Delgado o Javier Sologuren posee ciertos ecos rilkeanos. Mientras que puede verse un influjo mucho más patente en autores como Jorge Eduardo Eielson en su poemario Reinos (1945) o en Alejandro Romualdo y su obra La torre de los alucinados (1949), ambas operas primas de los mencionados poetas. Bacacorzo apunta que la inquietud por la poesía existencial de Rilke tiene como consecuencia la Segunda Guerra Mundial, siendo esta un eje detonante para una nueva visión poética relativa a un lirismo post-simbolista y vinculado a lo filosófico: “En el Perú, tuvo que llegar la Segunda Guerra Mundial para que los poetas y el público volvieran los ojos hacia el existencial, metafísico y sereno mundo rilkeano. Un poeta influye cuando su obra, por lo madura y original, se torna en resumen, en estado de conciencia de una época, cuando se ha enriquecido con veneros antes ignorados o poco desarrollados”.
Lo importante a resaltar en este asunto es que, si bien la influencia de Rilke ha sido notable en el panorama peruano, la sola consecución del estilo rilkeano ha sido lo recurrente en estos casos; sin embargo, el diálogo con la poesía del autor de habla alemana, representando al discurso poético europeo, parece una particularidad del poema de Cillóniz. Tratemos, pues entonces, de encontrar su sentido.
Es notable señalar que “Sinfonía del Nuevo Mundo” presentaría una materia extraña al lector si no se la comparara con Las Elegías de Duino. Los primeros versos parafrasean la “Elegía VII” relativa a la permanencia para luego inquirir en el ámbito de la muerte: “Nos forzaron a mirar atrás/ Una torre fue grande, ¿no? Chartres fue grande ¿no?/ Y la música. ¡Ah, la música! Pero no creas/ que te estoy requiriendo a través/ de la mirada de ese animal, éste/ que tan hondo percibes/ en la expresión de aquél a quien la muerte asedia”. El primer verso nos lleva a dar una mirada retrospectiva encarnada en la visión del hombre a la propia existencia que luego vincularemos con la “Elegía VIII”. A continuación, la muestra de admiración hacia la torre y la catedral francesa de Chartres son entendidas como sinónimos de elevación rilkeanos que deben encumbrarse hacia la naturaleza del ángel, que posee una simbología trascendente en Las Elegías, pero que Cillóniz parece inquietantemente omitir. El famoso verso “Todo ángel es terrible” presente tanto en la Primera como en la Segunda de las Elegías evidencia la naturaleza fatídica de este símbolo para el autor de Praga. Recordemos también los primeros versos de la “Elegía I”, que hacen evidente referencia a la naturaleza superior y distante de este ser sobrenatural: “¿Quién si yo gritara, me oiría desde las jerarquías de los ángeles?,/ y aún en el caso de que uno me cogiera de repente y me llevara junto a su corazón:/ yo perecería por su existir más potente”. Los anteriores versos evidencian la superioridad de una fuerza que ignora al hombre y que ultrapasa todas sus potencialidades, pero este anhela e insiste elevarse a ella.
Tomemos en consideración una de las cartas que Rilke escribió a su traductor polaco, Witold Hulewicz, sobre el significado tan discutido de su ángel en Las Elegías de Duino: “El ángel de las Elegías es aquella esencia que se ofrece como fiadora para reconocer en lo invisible una categoría más elevada de la realidad. De ahí que sea “terrible” para nosotros, porque nosotros, que somos sus amantes y transformadores, estamos sin embargo adheridos a lo visible”.
La simbología del ángel, no obstante, ha sido excluida por Cillóniz. Pero tal vez pueda intuirse el porqué de esta omisión en el discurso poético del autor de Una noche en el caballo de Troya. “Sinfonía del Nuevo Mundo” maneja diversos sintagmas del ideario de Rilke, a la manera de una reproducción conceptual con un importante manejo de contenido por parte del autor; es decir, que se atiende como curiosa la ausencia de la alegoría del ángel en sus versos. La voz que emite el poema en la “Elegía VII” de Rilke se dirige al ángel por medio de una solicitud, tal vez de permanencia o eternidad, a pesar de ser consciente de su condición terrible: “Como un brazo extendido es mi llamada / Y su mano abierta / arriba, para coger, sigue estando ante ti / abierta, como defensa y aviso, / inasible, allá arriba”. Sin embargo, en Cillóniz la voz poética parece dirigirse no al ángel específicamente, sino a lo que representa en sí el poema de Rilke, es decir, a su representación del mundo. Cillóniz se refiere categóricamente a la visión del ser en Las Elegías. Y allí donde Rilke se dirige al ángel, inquiriendo en la permanencia y el transfigurar; el poeta peruano lo hace con lo que Las Elegías representa. De alguna manera el ángel de Rilke quedará materializado en la propia voz de Rilke como elemento de continuación en la tradición europea y en su gravidez existencial; Cillóniz obvia al ángel porque no dialoga con él, sino con el mismo Rilke, es decir, con todas las simbologías instituidas en su poesía. Un ejemplo de ello es la música, otro sintagma que Cillóniz evoca de la obra de Rilke. Esta es considerada según Eustaquio Barjau, filólogo y traductor de la obra de Rilke, como la vida desmaterializada dada a la constante transformación, tópico que en Los Sonetos a Orfeo tendrá a repetirse y relacionarse con la figura de Orfeo. En el “Soneto III”, Rilke manifiesta: “Un dios si puede. Pero dime. ¿cómo / podrá un hombre seguirle por la angosta lira?” La lira, es decir, la música es un vínculo de trascendencia entre lo humano y lo profundo, que le otorga verdadera existencia al hombre. El poeta de Praga llega a elucidar esto en los siguientes versos del mismo poema: “El canto que tú enseñas no es anhelo / petición de algo que al final se alcanza; / el canto es ser. Es fácil para el dios. / Pero nosotros, ¿cuándo somos?” La música es tomada como la solicitud del ser hacia su permanencia, lo que para el filósofo Martín Heidegger (uno de los más grandes intérpretes de la filosofía de Rilke) sería su plena existencia ontológica. La visión artística de Rilke, al igual que gran parte de su obra, parecería estar influida en gran medida por la filosofía de autores como Nietzsche y Schopenhauer. Este último toma a la música como el más alto grado metafísico de todas las artes: “Pues, como se dijo, la música difiere de las demás artes en que no es copia del fenómeno o, mejor dicho, de la adecuada objetividad de la voluntad, sino que es una copia inmediata de la voluntad misma y representa lo metafísico de todo lo físico del mundo, la cosa en sí de todo fenómeno”. La vinculación entre la música y el ser queda entonces constatada, sumando a esto que tanto en el ángel de Las Elegías como en el Orfeo de Los Sonetos la música es el más alto atributo de estos dos seres, el acercamiento más puro con el ser. Por otro lado, la figura del animal asediado, parece hacer referencia a la condición mortal de la existencia sin caer en la cuenta de su propia finitud. La angustia ante la muerte no es propia del animal, es solo originaria en el hombre, ya que exclusivamente este es consciente de su inminente destino y más profunda esencia, su partida. No es precisamente una novedad en Rilke esta expresión, Nietzsche ya apostillaba en su Genealogía de la moral, de forma paradigmática, la siguiente frase: “Pues el hombre está más enfermo, es más inseguro, más alterable, más indeterminado que ningún otro animal, él es el animal enfermo”.
La noción de enfermedad relativa a animal ejemplifica su estado de constante inseguridad y miedo ante su propia finitud. El mundo es concebible como un espacio que angustia ante el inminente peligro que rodea a la vida. En la lírica de Rilke, el sintagma del animal puede llegarse a encontrar también en el poema “La pantera” de sus Nuevos poemas (1907), en él, el autor de lengua alemana exhibe la tristeza y el hastío del animal ante el enclaustramiento del mundo, como si del hombre se tratara: “Su mirada, cansada de ver pasar / las rejas, ya no retiene nada más. / Cree que el mundo está hecho / de miles de rejas y, más allá, la nada”. Sin embargo el animal también contempla la muerte aceptando su destino e interiorizándolo todo, esto es, para el poeta, mirar hacia lo abierto en la “Elegía VIII”: “Pues cerca de la muerte uno ya no ve la muerte / y mira fijamente hacia afuera, quizás con una / gran mirada de animal”.
Las anteriores figuras citadas por Cillóniz de la poesía de Rilke son necesarias como eje dialéctico ya que el autor peruano intentará discurrir en forma contraria a estos conceptos, centrándose tal vez en el concepto de muerte, para ir evolucionando en un argumento que la aceptará sin miramientos; sin embargo, intentando trascenderla de una forma distinta, tal vez, a la del poeta de Praga.
Siguiendo el hilo conductor de “Sinfonía del Nuevo Mundo” citemos los versos posteriores del poema: “Sin términos se abren con la mirada de la bestia / los amantes y un niño ahí calladamente a veces / levanta la cabeza y nos contempla / de lejos pues la muerte cerca no se distingue”. Los amantes, imagen que en Rilke simbolizará la trascendencia en el otro, tienen un solemne discurrir, llegando a captar en su anhelo la impresión de la existencia, que visto de lejos tan solo es muerte. La pasión de los amantes llega a ser esclarecida en parte de la “Elegía II” cuando Rilke manifiesta: “Yo sé que os tocáis de un modo tan dichoso porque la caricia se retiene / porque no desaparece el lugar que vosotros, tiernos, / cubrís; porque debajo sentís el puro durar. / Por esto os prometéis eternidad casi del abrazo”. A este tiempo resulta propicio volver a la “Elegía VIII” para dilucidar los sintagmas concernientes al niño y al primer verso del poema de Cillóniz: “Lo que hay fuera lo sabemos por el semblante / del animal solamente; porque al temprano niño / ya le damos la vuelta y le obligamos a que mire / hacia atrás, a las formas, no a lo Abierto, que / en el rostro del animal es tan profundo. / Libre de muerte”. El animal se lanza ante lo profundo, su naturaleza habita en lo abierto, en Heidegger esto será percibido como Lichtung el claro del ser. El niño, a su vez, representará la primigenia naturaleza inclinada a mirar hacia el ser, que sin embargo será alterada por los hombres al conservarse en su ámbito mundano. Esto puede comprenderse mejor siguiendo los versos de “Sinfonía del Nuevo Mundo”: “¿Quién nos ha invertido así? ¡Ni los templos ya respeta! / Mas esto no debe perturbarnos. La vida transcurre / en mutación constante, / aunque donde algo todavía permanece / en nuestro interior / lo hemos previamente trasfigurado. / Pues ser pasivo es no-ser, para ser / contemplado / uno y otro / otro día. / Extraño mirar lo que antes estaba en relación perenne / sueltamente aleteando. Extraño no desear ya / ni los propios deseos”. Lo referido a la inversión manifestado por Cillóniz puede encontrar su referente de forma manifiesta en los siguientes versos de Rilke en la “Elegía VIII”: ¿Quién nos dio pues la vuelta, de tal modo / que, hagamos lo que hagamos, estamos en la actitud / de uno que se marcha”. El anhelo del niño o del amante no encuentra correlativo en su destino, que es el desaparecer, sin embargo la mutación en la que se desenvuelve la vida, irrumpe en la declaración de la existencia hacia lo trascendente. La “Elegía IX” revelará un claro elogio a esa vida que se torna abierta: “Mira, yo vivo. ¿De qué? Ni la niñez ni el futuro /menguan… Existencia rebosante / surge en mi corazón”. Es además esta transformación poseedora de otro sentido que otorga la poética de Cillóniz al lenguaje rilkeano, el significado aquí de la «Sinfonía del Nuevo Mundo” revela su naturaleza dialéctica para con la tradición europea, forjándose a través de un calculado centón de las Elegías de Duino. Puede verse esto confirmado cuando la “Sinfonía” se despliegue en los siguientes versos relativos a la creación del poema:  “Fue el vacío lo que sintió primero / la vibración que hoy nos complace, / sabiduría de aquellos maestros del dominio. / En pocos el impulso a la acción se alza tan fuerte, / la tentación de florecer les llega”. Esta lectura de las Elegías tomada como conclusión de un viejo mundo que será asimilado, tendrá un significativo repercutir en la trasformación de este, para una poesía que se renueve en la vertiginosa tarea de seguir existiendo: “¡Pero mira! / Tomó, desechó, escogió / y fue capaz / de hacerlo todo digno. / Mezclando bajo sus párpados somnolientos / ¿quién podría haber evitado / el inundante torrente del origen? / No hay prudencia en el que dormía. ¡Cómo se vio impelido / a formas primitivas! ¡Cómo se entregó!”
Posteriormente surge aquí una declaración de principios del poeta peruano a través de los propios sintagmas de Rilke y de estructuración Heideggeriana: la pasividad está relacionada con la inexistencia y el dejarse morir, es decir, el no-ser, dejando atrás la trascendencia de lo profundo y los anhelos. Heidegger señalaba en Ser y tiempo que: “Alcanzar la totalidad del ‘ser ahí’ en la muerte es al par la pérdida del ser del ‘ahí’. El tránsito al ‘ya no ser ahí’ saca al ‘ser ahí’ justamente de la posibilidad de experimentar este tránsito y de comprenderlo como experimentado”. La renuncia a la existencia implicará pues la dimisión al discurrir de lo más íntimo, sería dejar de lado el fluir del torrente del ser. La “Elegía VII” lo asevera: “En ningún lugar, amada, habrá mundo si no es dentro. / Nuestra vida pasa transformando y cada vez más insignificante / se desvanece el fuera.” Pero para Cillóniz esta movilidad de la vida que se funge como invisible en Rilke merece ser atendida en otro sentido. Cillóniz parece alegar a toda la sensorialidad de una plena transformación y no solo a una trasmutación interna. El escepticismo de Cillóniz ante un cambio no material puede manifestarse en sus posteriores versos relativos a los dones naturales: “¡Oh, tómalas, córtalas, estas hierbas saludables / pequeñamente florecidas! Colócalas / entre los gozos que aún no nos están permitidos / florecen y desflorecen / arrebatadas por su propio polen /recibidas como un juguete. Estas cosas / que viven en tanto que mueren / están deseando que las transmutemos por completo. / ¿No es lo que buscan / un invisible resurgimiento / en nosotros?”. El resurgimiento de la naturaleza, la permanencia y la fugacidad de los seres, han sido piezas claves en la herencia lírica de lengua alemana, la visión poética de Rilke, nunca desligada de esta, tuvo siempre en la rosa una fuente de contemplación espiritual. Es sabido que dos meses antes de morir, una espina de rosa llegó a inutilizar la mano del poeta, evento que él mismo hubiera concebido como señal de su propia muerte. Su epitafio, uno de los más conocidos de la literatura universal, reza: “Rosa, contradicción pura. Placer / de no ser dueño de nadie debajo / de tantos párpados”. Esto ha servido para que Hans Egon Holthusen, biógrafo de Rilke, manifieste su parecer sobre esta singular imagen en su poética: “Durante su vida, la rosa, este antiguo símbolo occidental de la unio mystica, había sido para Rilke un motivo de arrobamiento y meditación. Aquí se convierte en una alegoría de la ‘pureza’, es decir, de la aplacada contradicción, aceptada como ley universal en la propia voluntad”. Así, el resurgir de la naturaleza se desarrollará plenamente, no obstante, el sentido de la poética de Cillóniz apela a una transformación que si bien acepta a la dialéctica de la rosa, se materializará en el dolor, para concebir en su propia densidad el discurso de una poética que ultrapase a la remezón de la muerte; y halle en el padecimiento de los hombres el motivo por el que el mundo deberá transformarse: “Aunque todavía entre los hombres / podrás hallar de vez en cuando / algún pulido pedrusco / de dolor original”. 

Esta mutación es la que se entrevé, en el discurso del poeta peruano, como necesaria y una manifiesta alternativa, tomando su intertextualidad, a la visión lírica europea redondeada con la culminante obra de Rilke. La tradición poética occidental del siglo XX ha llegado a su punto más álgido con dos grandes obras: The Waste Land de T.S. Elliot (1922) y Duiniser Elegien de Rainer María Rilke (1923), en ambas cabe la coincidencia que la muerte y la transfiguración son las más grandes constantes. Marie Von Thurn und Taxis, propietaria de la última obra como presente del mismo Rilke, hace patente en una carta dirigida para Hugo Von Hofmansthal, un pensamiento sobre la obra y la figura del poeta que para la mayoría de lectores e intérpretes suyos es un sentimiento general; que si bien Rilke aborda la transfiguración del ser y la muerte, este ulterior tópico es el que más se hace sentir y define patológicamente su poesía. La princesa alemana se refiere así a Hofmansthal sobre su entonces ya fallecido protegido del castillo de Duino: “No podían comprenderse el uno al otro sin reservas, porque usted es el poeta de la vida, de la vida hermosa, terrible, gozosa y trágica, pero, al cabo, de la vida, mientras que él era el poeta de la muerte…”

Es así que, en la abisal poesía de Rilke, la muerte se abre paso de una forma inminente y silenciosa, y que sin embargo luego, a pesar de una segunda lectura plena de motivos diversos dados a la metamorfosis de la existencia o la verdadera condición del ser; aquella no deja de presentarse con un patetismo y gravedad pocas veces antes visto en la lírica occidental. Aquí, en contraposición al bardo europeo, el ‘pedrusco de dolor’ de los últimos versos acuñados por Cillóniz podría servir como la piedra de toque para la apuesta por una nueva lírica americana; una poesía del nuevo mundo que adquiera su propia sentido y música en la transformación constante de la vida (como lo hubiera aseverado el mismo Rilke) pero arraigada en la materialidad de una consigna más social y humana, además de ir, rememorando lo dicho por Beethoven; en el admirable afán de hacer resplandecer el fuego de la vida de los hombres en el raciocinio más puro que alimente la transformación de la realidad.

 

Bibliografía:

Bacacorzo, Jorge: “Rainer María Rilke, su influencia en la poesía peruana”, Cultura peruana. Lima. Núm. 104, 1956

Cillóniz, Antonio: Opus est poesía completa (1965-2016). Tomo I. Mañanas de primavera. Lima, Hipocampo Editores, 2016. 

Clapham, John: Dvořák. New York, Norton, 1979.

Heidegger, Martín: El ser y el tiempo. México D.F, Fondo de Cultura Económica, 1974. 

Holthusen, Hans Egon : Rainer Maria RIlke. Madrid, Alianza Editorial, 1958. Nietzsche, Friedrich: Genealogía de la moral. Madrid, Alianza Editorial, 1981. 

Rilke, Rainer María: Elegías de Duino / Los sonetos a Orfeo. Madrid, Cátedra, 1987. Rolland, Romain: Vida de Beethoven. Buenos Aires. 1958.

Schopenhauer, Arthur: El mundo como voluntad y representación I. Madrid, Editorial Trotta, 2004. 

Von Thurn und Taxis, Marie: Recuerdos de Rainer Maria Rilke. Barcelona, Paidós, 2004.

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